Foto: Pedro Taracena Gil
PÚBLICO 24 de abril de 2011
NAZANÍN AMIRIAN
Las religiones se multiplican, y en su pulso por hacerse con más fieles, y así con más poder, provocan distintas modalidades de guerras religiosas. De paso, propagan sus reglamentos totalitarios y desahucian al pensamiento racional del espacio de la reflexión. Esa vasta oferta religiosa hace que la crisis de fe, que antaño llevaba al creyente a cuestionar los fundamentos de su cosmología (a menudo racistas, androcéntricos, belicistas, cruel hasta con los recién nacidos), ahora termine en la conversión a un credo de similares características. Que hoy la implicación de los jefes religiosos en asuntos turbios no escandalice a sus adeptos es porque aquellos dioses, creados por un primitivo ser humano hace miles de años, eran a su imagen y semejanza.
El secularismo, una de las conquistas más brillantes de la humanidad, garantía para evitar conflictos entre los fanáticos religiosos (pues el principal adversario de un religioso es otro religioso y no un ateo), sucumbe hoy ante el hábil juego del chantaje-victimismo de quienes controlan la espiritualidad de los fieles. Los ateos, unos desde la condescendencia, menosprecian el peligro de la capacidad de la fe –siempre ciega-, en movilizar a entregados devotos, y otros levantan la bandera antirreligiosa, dividiendo a los ciudadanos por su credo.
Hoy, es más vigente que nuca el lema: “¡trabajadores de todo el mundo, uníos!” contra el gremio mundial de caraduras que siguen vendiendo el cielo a los pobres, quedándose las riquezas de la tierras.
Respetar a un devoto no significa tolerar sus irracionales convicciones. El contenido de los libros sagrados debe ser debatido sin censura, para democratizar el acceso a una información que ha estado bajo el control abusivo del clérigo.
Sería un milagro construir una sociedad justa y libre con una ciudadanía que acepta arcaicos dogmas sin contrastarlos, justifica las desigualdades económicas y sociales en nombre del destino asignado y que, rehén de los miedos, base sus principios en una moralidad mercantilizada, pendiente de castigo y recompensa.
Un ateísmo valiente y comprometido es aliado de una espiritualidad libre y sin “médiums”.
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