VÍDEO: LA MAGIA DEL BLANCO Y NEGRO EN LA SEXUALIDAD
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HOMEOPATÍAS
Y PUREZAS
Pureza
Necesitamos un poco de religión no ascética que nos
re-ligue al mundo y a los otros, aunque nos manchemos. Entre la pureza viciosa
y la impureza complacida y ventajosa, está la limpieza, que es sobria pero no
casta, alegre pero no cínica
Santiago Alba Rico 17/09/2022
‘El sacrificio de Ifigenia’. Domenichino, 1609
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Una leyenda
apócrifa cuenta que Polirgasio, como Atanasio y Pafnucio, como Jerónimo y
Antonio, se adentró en el desierto huyendo de las tentaciones de la ciudad.
Pero las tentaciones, ya lo sabemos, lo siguieron hasta allí. Se construyó una
choza de paja y todas las mañanas, cuando salía a rezar, una mujer
escandalosamente viva se levantaba la falda y le mostraba el sexo hormigueante
de luz. Polirgasio cerraba los ojos, se concentraba en el dolor de sus rótulas
y musitaba jaculatorias; al cabo de unos días la mujer desapareció. Había
vencido la tentación de la carne o, si se quiere, de los cuerpos. La lucha, sin
embargo, continuó. Por las tardes, mientras vaciaba su cabeza de todas las
imágenes residuales de su existencia anterior, un enanito sirio, hechura del
diablo, le mostraba cofres abiertos rebosantes de joyas y monedas de oro. Con
facilidad Polirgasio venció la tentación de la riqueza. Pero las cosas no
acabaron ahí. A su lado se instaló a vivir otro eremita que repetía con maníaca
fidelidad cada uno de sus gestos: sus ayunos, sus disciplinas, sus
recogimientos en oración. Un día, al cruzarse en el sendero, Polirgasio, que se
sentía frágil, le dijo: “Tú eres el demonio”. El eremita reaccionó sorprendido:
“¿Cómo me has reconocido? ¡Si hago exactamente lo mismo que tú!”. Polirgasio le
respondió: “Porque te enorgulleces de ello”. Polirgasio venció también la
tentación del orgullo. Como quiera, en todo caso, que su alma no encontraba la
calma, Polirgasio decidió subirse a una columna para acercarse a Dios y
alejarse de la tierra, donde a veces sentía la tentación de tumbarse. Allí
algunas mujeres de la aldea vecina le subían cántaros de agua y dátiles con una
cuerda. Polirgasio bebió un trago y comió un dátil, pero enseguida sintió esa
necesidad como una derrota y, asqueado de sí mismo, se impuso un ayuno total:
venció también así las tentaciones de la sed y del hambre. Encima de la columna
se quedó finalmente solo, cada vez más escurrido y exacto: venció también la
tentación del recuerdo, la tentación del pensamiento e incluso la tentación de
abrir los ojos y mirar el cielo.
Pero –ay–
cuando alcanzó ese estado de perfección se sintió todo lo contrario de salvado.
Enjuto por fuera, vacío por dentro, le alcanzó de pronto un estremecimiento de
terror. Porque se dio cuenta de que había vencido todas las tentaciones sólo
para sucumbir a la más grande y peligrosa: había cedido, sí, a la tentación de
la pureza. Y esa no tenía ni curación ni redención.
Se dio
cuenta de que había vencido todas las tentaciones sólo para sucumbir a la más
grande y peligrosa: había cedido a la tentación de la pureza
Uno puede
“desintoxicarse”, en efecto, de la adicción a la droga, al sexo, al alcohol, a
la buena comida, al juego. Del vicio de la pureza no. En 1864 el poeta
simbolista francés Stéphane Mallarmé comenzó un largo poema que le mantuvo
mentalmente ocupado hasta su muerte en 1898, pero del que finalmente sólo quedó
una Escena, con la que el autor aspiraba a quintaesenciar “una pureza que el
hombre jamás ha alcanzado y jamás alcanzará”. Curiosamente, el poema,
titulado Herodías, a veces rebuscado y de una viscosidad
lingüística irresistible, ofrece una visión enfermiza de la pureza,
identificada aquí –y ya veremos por qué– con la virginidad. Su protagonista,
homónima del ambiguo personaje bíblico, mujer de Herodes y madre de Salomé,
adúltera y asesina, es exactamente su contrario. Esta Herodías, pese a los
réspices de su nodriza, ha decidido no exponer su belleza en público, sustraer
su cuerpo a las miradas y las manos de los hombres, consagrar su vida a la
contemplación orgullosa, nauseabunda, de su esterilidad. En unos versos
extraordinariamente tangibles, confiesa: “Me gusta el horror de ser virgen y
quiero/ vivir en el espanto que me da mi pelo”. Herodías ha escogido con placer
–sucesión de sinestesias anfibias– el asco de sí misma; su pelo maravilloso,
que solo ella puede ver y tocar, le produce por eso “espanto”, como si fuese un
extraño animal que parasitase su cuerpo. Para que no quepa duda, en efecto, ni
de su monstruosidad ni del deleite que la acompaña añade enseguida: “Para de
noche, retirada en mi lecho, reptil/ inviolado sentir en la carne inútil / el
frío titilar de tu claridad pálida”. Y acaba la estrofa con este orgasmo negro:
“Tú que mueres, tú que ardes de castidad / noche en blanco de témpanos y nieve
cruel”. La pureza ha convertido el cuerpo de Herodías en un reptil, una
sabandija, un galápago seco al que ella alimenta y cuyo frío ardiente mete con
ella en su cama hasta el amanecer. La pureza, porque nos encierra en nosotros
mismos, nos convierte en otros; todo ser purificado descubre una araña peluda
en su interior.
“Pureza” es
un valor absoluto que no admite sinónimos, porque el sinónimo es ya una copia
o, lo que es lo mismo, una pareja. Cualquier sinónimo degradaría su integridad
original sin mezcla. ¿Quiénes son puros? Creo que este concepto puede asociarse
históricamente a las antiguas prácticas sacrificiales. De hecho, ahora
descartada esta etimología, durante siglos se aceptó que la palabra “puro”
procedía del griego “pyros”, fuego, la hoguera en la que purificaban los
pueblos sus pecados a través de la quema de un chivo expiatorio (de “pyros”,
por cierto, viene también “piropo”: frase o mirada que enciende las mejillas).
En el Levítico los judíos están obsesionados con la pureza de las víctimas
ofrecidas a Yahvé: tienen que estar completas, no pueden faltarles un miembro,
un órgano, un cabello. Abel, lo sabemos, cumplía los preceptos; Caín no; y es
la impureza de Caín –expresada en sus sacrificios– la que abre, de algún modo,
tras su crimen, la trágica historia del mundo actual. Los griegos, por su
parte, no estaban menos obsesionados con la entereza o integridad de las piezas
que ofrecían a los dioses en hecatombe o en holocausto. Cuando practicaban aún
los sacrificios humanos, se inclinaban con frecuencia a escoger mujeres jóvenes
para la pira sacrificial. ¿Por qué mujeres? ¿Por qué jóvenes? ¿En qué sentido
están más “completas” que los hombres? Lo están, claro, antes de perder la
virginidad; una vez perdida, se vuelven casi huecas y, en cualquier caso, muy
imperfectas respecto de los hombres. Los mitos griegos abonan una y otra vez
esta identificación entre virginidad y pureza sacrificial que el poema de Mallarmé
explora con poético repelús. Doncellas son las mujeres que manda Atenas para
alimentar en Creta al Minotauro; doncellas son las que llevan en procesión las
ofrendas al Partenón, el templo de las vírgenes, según su estricto significado
(reparemos en el término científico “partenogénesis” o reproducción asexuada).
O pensemos en la pobre Ifigenia sacrificada por su propio padre. ¿Por qué, de
entre todos los pasajeros del barco detenido en su regreso a Micenas, había que
escoger justamente a la hija de Agamenón? Su madre, Clitemnestra, de haber
estado presente, no habría servido en ese trance y no porque en esos momentos
estuviese compartiendo el lecho matrimonial con su amante Egisto, sino porque
había sido madre. Ifigenia, en cambio, era una mujer completa; es decir, pura.
Es decir, virgen.
La pureza,
porque nos encierra en nosotros mismos, nos convierte en otros; todo ser
purificado descubre una araña peluda en su interior
Así que la
idea antigua del sacrificio ha cosido en el imaginario occidental la idea moral
de pureza y la física de virginidad. Virgen María Purísima, en este sentido, es
un pleonasmo y el culto mariano se mueve entre la defensa primitiva de la
virtud femenina, ruinosa para la Iglesia en el siglo XXI, y el oxímoron de su
maternidad: la idea absurda, escandalosa y al mismo tiempo bella de unir en un
solo cuerpo a Ifigenia y Clitemnestra, a la doncella intocada y a la madre
táctil. No hay vírgenes madres ni madres puras. Pero por esta vía irracional y
contralingüística Herodías sale de su alcoba y María, como dice el teólogo
suizo von Balthasar, se vuelve “doble”, pues ella es dos en un solo cuerpo: el
suyo y el de su hijo, al que, una vez nacido, toca, lava y da de comer de sus
propios pechos. De esta manera, por primera vez, también la “pureza” se vuelve
compatible con los cuerpos tocados, trabajados, envejecidos, paridos y
parturientos. La prueba de que hemos conseguido alejarnos un poco de ese mundo
sacrificial primitivo, donde la pureza conserva el himen femenino para el fuego
o el cuchillo (y en el que sigue atrapado el cristianismo), nos la ofrece el
uso de expresiones banales como “pura lana virgen”, “aceite virgen de oliva” o
“tierras y selvas vírgenes”, en las que en todo caso, como veremos, permanece
el sentido concomitante e inquietante del término: el de una sustancia sin
mezcla.
La “pureza”
no tiene sinónimos, pero sí ideas o prácticas subsidiarias. Una es la
“castidad” y la otra, de la que la castidad forma parte, el “ascetismo”. Es muy
difícil pensar en la castidad –que es virginidad sin género– sin sentir y caer
en la tentación de evocar la “casta”, palabra cuyo origen etimológico, sin
dilucidar, nos mantiene, en todo caso, en el mismo recinto. Para unos procede
del germanismo “kast”, que quiere decir “linaje”; para otros del latín
“castus”, que quiere decir precisamente “puro”. Como sabemos, este término
hispanoportugués pasó a la India, donde sirvió para categorizar el sistema de
regulación social del mismo nombre, jerárquico y excluyente. Pero en España
había servido antes para nombrar las tres religiones (cristiana, musulmana y
judía) que “convivían” en suelo hispano; y “casticismo”, antes de Unamuno, se
empleaba para reivindicar la “pureza de sangre” del cristiano viejo frente a
moriscos, marranos y herejes en general. La “pureza de sangre” –explorada hasta
tres generaciones– fue la maldición de la historia de España y la maldición de
la historia de Europa antes y durante la II Guerra Mundial, en la forma
conocida e infamada del nazismo pero también en la veste de eugenesismos
varios, algunos pretendidamente científicos. Hoy regresa, en excipiente
cultural, en nombre del supremacismo “blanco”, responsable –como la pureza
yihadista– de muertes y persecución en todo el mundo.
La castidad
forma parte, en todo caso, de las prácticas asociadas al “ascetismo”, un
término griego que podría traducirse literalmente como “atletismo” si su
actividad gimnástica no se situase, de algún modo, fuera del mundo. Nietzsche,
del que no soy muy devoto pero que a veces dice cosas interesantes, odiaba el
ascetismo, que asociaba con el nihilismo y la “mala conciencia”. Con poco rigor
antropológico, venía a decir que el hombre “primitivo” exteriorizaba sus
impulsos elementales a través de la sana violencia y la saludable crueldad
proyectada sobre sus semejantes. Es –diríamos– el momento de los sacrificios
humanos. Luego, en una primera contracción humanista, la víctima humana fue
sustituida por la víctima animal, como ilustraría el conocido pasaje del
sacrificio de Isaac. Por fin, del sacrificio humano y el sacrificio animal se
habría pasado al “autosacrificio”, que es lo propio –diría Nietzsche– del
cristianismo: la represión e interiorización de los instintos de la que habrían
nacido el “alma” y la “conciencia”. Nietzsche no vería en este proceso ningún
progreso sino una “pérdida de mundo”. En términos descriptivos tiene razón.
Frente al sacrificio humano y animal, que reclama víctimas puras o completas,
el ascetismo que –es también budista, hinduista y musulmán– aspira a la
completud a través del despojamiento y la privación: siempre se está quitando
algo, como Polirgasio: sexo, comida, bebida, abrigo, compañía. Por eso su lugar
geográfico ha sido tradicionalmente el desierto, del que han desaparecido ya
todas las cosas –pues son las cosas la tentación misma. Para estar completo, en
definitiva, hay que reducir las mediaciones, eliminar adherencias, quedarse
solo. Así la pureza, que no admite mezclas, nos lleva a la soledad de Herodías
en su lecho sin nupcias; y a la de Polirgasio en su columna pelada bajo el sol.
La virginidad, forma extrema de ruptura carnal con el otro, de negativa a la
mezcla de fluidos (“con lenguas, brazos, pies y encadenados”), expresa
este contemptus mundi mediante el cual la pureza se acaba
identificando con la soledad. O requiere, en todo caso, la soledad del cuerpo y
del alma: la soledad radical: la ruptura de todos los vínculos con el mundo.
(Diremos,
entre paréntesis, que “pureza” es una palabra bonita, pero que más bonita es
“cereza”, plenamente consonante, aunque para nada “pura”: porque las cerezas
enrojecen y maduran de dos en dos).
(En un
segundo paréntesis añadiremos que este “quitarse cosas”, muy propio de los
gnosticismos, fue frenado por la ortodoxia católica, que promovió y limitó el
ascetismo. El gran escritor Orígenes, muerto a mediados del siglo III, sería
hoy santo si, en su ambición de pureza, no hubiese llegado al extremo de
castrarse. Los cátaros (los “puros” en griego), que se dejaban morir de
inanición para liberar así el dios que llevaban dentro, fueron exterminados por
la Iglesia en el siglo XIII. Pero la ortodoxia también combatió, del otro lado,
a los carpocracianos, una secta gnóstica del siglo II que practicaba el
oxímoron teológico en una dirección muy alejada de la Trinidad y del culto
mariano: consideraban, en efecto, que la purificación, y el máximo
conocimiento, solo podían alcanzarse a través del pecado, lo que les llevó,
según Ireneo de Lyon y Clemente de Alejandría, a predicar la libertad sexual y
declarar la comunidad de mujeres y de bienes).
(Y en un
tercer y último paréntesis aduciremos que hoy, tras el sacrificio humano, el
sacrificio animal y el autosacrificio, hemos alcanzado una cuarta fase en la
que la soledad asociada al capitalismo consumista induce en los humanos dos
formas de reacción psicológica, no necesariamente incompatibles entre sí: la
culpabilización y el victimismo: uno mismo es culpable de su propio fracaso
económico y social y uno mismo es siempre víctima irresponsable de la violencia
del otro, que nos purifica de toda tacha o error en el ámbito personal: me
too).
Sea como
fuere, no hemos conseguido aún separar la pureza de esta constelación primitiva
en la que ascetismo, castidad, completud y sacrificio se dan la mano. Toda
aspiración a la pureza adopta enseguida una forma religiosa. Religiosa es la
religión, desde luego, pero también es religiosa la supremacía racial. Como
religiosa es en general la pureza ideológica, y eso incluye tanto a ciertas
interpretaciones del marxismo como a ciertas variantes del feminismo, hasta tal
punto obsesionadas con guardar el templo (lo que etimológicamente significa
“fanatismo”) que acaban deslizándose, apenas tienen ocasión, hacia el
puritanismo y la represión. Stalin –contra la primera constitución de Lenin–
prohibió el aborto e impuso una feroz heteronormatividad sexual. Un sector del
feminismo más “izquierdista” intenta, por su parte, dictar e imponer, como la
propia Iglesia, una “forma correcta de desear” y “una forma correcta de amar”;
y un sector del feminismo más “misándrico” exalta la “independencia sexual”
respecto del hombre –en favor de la masturbación, forma superior del placer
sexual– como si la sexualidad, como la ternura, no fuera necesariamente
dependencia entre cuerpos e incluso una forma feliz y dolorosa de “tiranía del
otro”. A Polirgasio y Herodías, en tiempos de transición o derrumbe
civilizacional, se puede llegar por distintas vías.
La pureza
puede ser un vicio, pero eso no quiere decir que la impureza sea una virtud
Ahora bien,
mucho cuidado. La pureza puede ser un vicio, pero eso no quiere decir que la
impureza sea una virtud: es sencillamente un hecho, el hecho –precisamente– que
iluminan y contra el que se rebelan las prácticas ascéticas. Por eso mismo se
puede aspirar a la pureza pero no se puede aspirar a la impureza. Uno puede
luchar contra la realidad (lo que a veces es necesario) y uno puede complacerse
en ella: se llama realismo y a menudo obstaculiza las transformaciones o las
conservaciones humanas. “El que desea y no obra engendra pestilencia”, decía el
poeta, pintor y místico inglés William Blake, en una sintética formulación
nietzscheana que tenía mucho sentido en el siglo XIX, en pleno fervor
revolucionario contra el ancien régime moralesco, mortalmente
opresivo para tantas Herodías maniatadas frente al espejo, pero que hoy, en el
vórtice consumista y neoliberal, hay que evitar tomarse al pie de la letra. No
hay que poner en obra, no, todos nuestros deseos: no, desde luego, los que
tienen que ver con la violencia y la crueldad “primitivas” proyectadas contra el
otro. Tampoco los que erosionan nuestra frágil residencia en la Tierra. En
tiempos de crisis estructural o civilizacional (ocurrió ya entre los siglos I y
IV), la humanidad suele dividirse entre los aspirantes ascéticos a la pureza
total y los ventajistas sin escrúpulos arrellanados en la impureza; entre los
Polirgasios y las Herodías, por un lado, y los Nerones y los Heliogábalos por
el otro. ¿Habrá un equilibrio entre los dos?
Está la
“pereza”, por ejemplo, consonante con la “pureza”, que a veces nos impide obrar
mal por falta de fuerzas, pero está sobre todo la “limpieza”, también
consonante y que alguien podría reprocharme haber olvidado como sinónimo de
“pureza”. Pero es que “limpieza” no es sinónimo ni aledaño ni afín: es todo lo
contrario. Es su antónimo. Mientras que el puro tiene que separarse del mundo y
de los demás para permanecer incólume, sin tacha ni mezcla, solo e idéntico a
sí mismo, el limpio se deja limpiar por el otro mientras barre el umbral de su
casa. Todos lo sabemos: frente al horror contaminante de la violación y al
“espanto que me da mi pelo”, hay caricias que limpian. Aún más: solo las
caricias –y no el jabón o el agua– limpian de verdad. Ítem más: si hay alguna
posibilidad –si la hay– de estar limpio es siempre a través de las manos o los
ojos de otro. El gran poeta alemán Heinrich Heine, gran amigo de Marx, escribió
en un poema: “Las mujeres recobraban la virginidad entre mis brazos”. Alguien
podría escandalizarse pensando en una machista defensa de la virginidad, al
modo del paraíso musulmán, pero Heine está proclamando más bien los efectos
reparadores, purificadores, detersivos, del amor. El otro limpia; lo otro
limpia. Le decía Kafka al joven Gustav Janoush al final de su vida: “El mundo
es muy grande y estamos obligados a mirarlo por una mirilla muy pequeña. Por
eso hay que mantenerla siempre limpia”. No es el cuerpo ni el alma ni el deseo
ni el pensamiento lo que hay que mantener limpios; es la mirilla. De ello
depende el buen amor y el buen juicio y hasta el buen periodismo.
Necesitamos,
pues, un poco de religión no ascética que nos re-ligue al mundo y a los otros,
aunque nos manchemos y tengamos que lavarnos luego las manos en las manos de un
amigo o de un amante. O aunque nos cueste la vida. Entre la pureza viciosa y la
impureza complacida y ventajosa, está la limpieza, que es sobria pero no casta,
alegre pero no cínica, combativa y dependiente, pero ni sacrificial ni
represiva. Billy Bud, el marinero de Melville ahorcado por matar a un oficial,
era un hombre “limpio”. También lo era el príncipe Mishkin, el personaje de
Dostoievski, aunque su novia Aglaia pudiera reprocharle con razón: “Usted solo
busca la verdad y así es injusto”. Y lo era, desde luego, la pequeña Mick
Kelly, la niña de McCullers que amaba la música y estuvo a punto de matar a su
hermano. Polirgasio no es limpio; tampoco Herodías, porque es la soledad
ascética (y la neoliberal) la que engendra pestilencia. Hay que imaginarse,
pues, a la reina judía mojando su pelo por fin en los ojos y los dedos de otro;
y a Polirgasio (que me he inventado yo) bajando de su columna para ir a lavarse
la cara en el Jordán primero y el pecho después en el dolor y la alegría de sus
semejantes. Ni pureza ni impureza: limpieza: ese ejercicio no ascético del ama
de casa que barre sin parar el umbral del mundo. O lo que es lo mismo: nuestra
mirada.
Impurísima
tú, casi perfecta.
De ese
“casi”, moreno y tangible, pende mi vida.
AUTOR >
Es filósofo y escritor. Nacido en 1960 en Madrid, vive desde hace cerca de
dos décadas en Túnez, donde ha desarrollado gran parte de su obra. Sus últimos
dos libros son "Ser o no ser (un cuerpo)" y "España".
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