Pedro Taracena Gil
Periodista
Jesús, Señor, Dios de bondad, Padre de misericordia, aquí me presento delante de Vos con el corazón humillado, contrito y confuso, a encomendaros mi última hora y la suerte que después de ella me espera.
Cuando mis pies, fríos ya, me adviertan que mi carrera en este valle de lágrimas está por acabarse; Jesús misericordioso, tened compasión de mí.
Cuando mis manos trémulas ya no puedan estrechar el Crucifijo, y a pesar mío le dejan caer sobre el lecho de mi dolor; Jesús misericordioso, tened compasión de mí.
Cuando mis ojos, apagados con el dolor de la cercana muerte, fijen en Vos por última vez sus miradas moribundas; Jesús misericordioso, tened compasión de mí.
Cuando mis labios fríos y balbucientes pronuncien por última vez vuestro santísimo Nombre; Jesús misericordioso, tened compasión de mí.
Cuando mi cara pálida amoratada causa ya lástima y terror a los circunstantes, y los cabellos de mi cabeza, bañados con el sudor de la muerte, anuncien que está cercano mi fin; Jesús misericordioso, tened compasión de mí.
Cuando mis oídos, próximos a cerrarse para siempre a las conversaciones de los hombres, se abran para oír de vuestra boca la sentencia irrevocable que marque mi suerte para toda la eternidad; Jesús misericordioso, tened compasión de mí.
Cuando mi imaginación, agitada por horrendos fantasmas, se vea sumergida en mortales congojas, y mi espíritu, perturbado por el temor de vuestra justicia, a la vista de mis iniquidades, luche con el ángel de las tinieblas, que quisiera precipitarme en el seno de la desesperación; Jesús misericordioso, tened compasión de mí.
Cuando mi corazón, débil y oprimido por el dolor de la enfermedad, esté sobrecogido del horror de la muerte, fatigado y rendido por los esfuerzos que hubiere hecho contra los enemigos de mi salvación; Jesús misericordioso, tened compasión de mí.
Cuando derrame mis últimas lágrimas, síntomas de mi destrucción, recibidlas, Señor, en sacrificio de expiación, para que muera como víctima de penitencia, y en aquel momento terrible, Jesús misericordioso, tened compasión de mí.
Cuando mis parientes y amigos, juntos a mí, lloren al verme en el último trance, y cuando invoquen vuestra misericordia en mi, favor; Jesús misericordioso, tened compasión de mi.
Cuando perdido el uso de los sentidos, desaparezca todo el mundo de mi vista y gima entre las últimas agonías y afanes de la muerte; Jesús misericordioso, tened compasión de mí.
Cuando los últimos suspiros del corazón fuercen a mi alma a salir del cuerpo, aceptadlos como señales de una santa impaciencia de ir a reinar con Vos, entonces: Jesús misericordioso, tened compasión de mí.
Cuando mi alma salga de mi cuerpo, dejándolo pálido, frío y sin vida, aceptad la destrucción de él como un tributo que desde ahora quiero ofrecer a vuestra Majestad, y en aquella hora: Jesús misericordioso, tened compasión de mí.
En fin, cuando mi alma comparezca delante de Vos, para ser juzgada, no la arrojéis de vuestra presencia, sino dignaos recibirla en el seno amoroso de vuestra misericordia, para que cante eternamente vuestras alabanzas; Jesús misericordioso, tened compasión de mí.
Oración. Oh Dios mío que, condenándonos a la muerte, nos habéis ocultado el momento y la hora, haced que viviendo santamente todos los días de nuestra vida, merezcamos una muerte dichosa, abrasados en vuestro divino amor. Por los méritos de Nuestro Señor Jesucristo, que vive y reina con Vos, en unidad del Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. Amén.
EJERCICIO DE LA BUENA MUERTE
PERDÓN, ABUELA
Jesús, Señor, Dios de bondad, Padre de misericordia, aquí me presento delante de Vos con el corazón humillado, contrito y confuso, a encomendaros mi última hora y la suerte que después de ella me espera.
Cuando mis pies, fríos ya, me adviertan que mi carrera en este valle de lágrimas está por acabarse; Jesús misericordioso, tened compasión de mí.
Cuando mis manos trémulas ya no puedan estrechar el Crucifijo, y a pesar mío le dejan caer sobre el lecho de mi dolor; Jesús misericordioso, tened compasión de mí.
Cuando mis ojos, apagados con el dolor de la cercana muerte, fijen en Vos por última vez sus miradas moribundas; Jesús misericordioso, tened compasión de mí.
Cuando mis labios fríos y balbucientes pronuncien por última vez vuestro santísimo Nombre; Jesús misericordioso, tened compasión de mí.
Cuando mi cara pálida amoratada causa ya lástima y terror a los circunstantes, y los cabellos de mi cabeza, bañados con el sudor de la muerte, anuncien que está cercano mi fin; Jesús misericordioso, tened compasión de mí.
Cuando mis oídos, próximos a cerrarse para siempre a las conversaciones de los hombres, se abran para oír de vuestra boca la sentencia irrevocable que marque mi suerte para toda la eternidad; Jesús misericordioso, tened compasión de mí.
Cuando mi imaginación, agitada por horrendos fantasmas, se vea sumergida en mortales congojas, y mi espíritu, perturbado por el temor de vuestra justicia, a la vista de mis iniquidades, luche con el ángel de las tinieblas, que quisiera precipitarme en el seno de la desesperación; Jesús misericordioso, tened compasión de mí.
Cuando mi corazón, débil y oprimido por el dolor de la enfermedad, esté sobrecogido del horror de la muerte, fatigado y rendido por los esfuerzos que hubiere hecho contra los enemigos de mi salvación; Jesús misericordioso, tened compasión de mí.
Cuando derrame mis últimas lágrimas, síntomas de mi destrucción, recibidlas, Señor, en sacrificio de expiación, para que muera como víctima de penitencia, y en aquel momento terrible, Jesús misericordioso, tened compasión de mí.
Cuando mis parientes y amigos, juntos a mí, lloren al verme en el último trance, y cuando invoquen vuestra misericordia en mi, favor; Jesús misericordioso, tened compasión de mi.
Cuando perdido el uso de los sentidos, desaparezca todo el mundo de mi vista y gima entre las últimas agonías y afanes de la muerte; Jesús misericordioso, tened compasión de mí.
Cuando los últimos suspiros del corazón fuercen a mi alma a salir del cuerpo, aceptadlos como señales de una santa impaciencia de ir a reinar con Vos, entonces: Jesús misericordioso, tened compasión de mí.
Cuando mi alma salga de mi cuerpo, dejándolo pálido, frío y sin vida, aceptad la destrucción de él como un tributo que desde ahora quiero ofrecer a vuestra Majestad, y en aquella hora: Jesús misericordioso, tened compasión de mí.
En fin, cuando mi alma comparezca delante de Vos, para ser juzgada, no la arrojéis de vuestra presencia, sino dignaos recibirla en el seno amoroso de vuestra misericordia, para que cante eternamente vuestras alabanzas; Jesús misericordioso, tened compasión de mí.
Oración. Oh Dios mío que, condenándonos a la muerte, nos habéis ocultado el momento y la hora, haced que viviendo santamente todos los días de nuestra vida, merezcamos una muerte dichosa, abrasados en vuestro divino amor. Por los méritos de Nuestro Señor Jesucristo, que vive y reina con Vos, en unidad del Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. Amén.
EJERCICIO DE LA BUENA MUERTE
PERDÓN, ABUELA
Década de los sesenta
Por Pedro Taracena Gil
«Cuando mis pies, fríos ya, me adviertan que mi carrera en este valle de lágrimas está por acabarse; Jesús misericordioso, tened compasión de mí».
Este macabro, anacrónico y antihumano rito, nos lo hacían practicar los religiosos salesianos una vez al mes. Fuimos adolescentes que no habíamos comprendido ni una palabra del Catecismo de la Doctrina Cristiana del padre Ripalda, que habíamos aprendido al pie de la letra, cuando tomamos la Primera Comunión al cumplir los 7 años. Tampoco comprendimos que nos hicieran vivir los estertores de la muerte de forma tan súbita y temprana. Sembrando una sensación de pánico incomprensible a esa edad. Quizás fue una sinrazón difícil de explicar al margen del Nacionalcatolicismo imperante.
En aquellos días y estando inmerso de otra irracionalidad como fue la «puta mil» como otros la han llamado, mi abuela ya muy anciana en varias ocasiones, la familia fuimos alertados de que recibiera la Extremaunción. En aquellos momentos críticos yo tenía presente el nefasto ejercicio que preparaba al cristiano para el trance mortal. Tranquilizaba mi conciencia que mi abuela recibiera los Santos Óleos, la única de mis cuatro abuelos que yo conocí.
A modo de despedida, escribí esta especie de texto lírico. Que bien podía acompañarse con una melancólica lira, a modo de Réquiem. Estaba en el fondo del baúl de mis recuerdos… He sentido horror de haber escrito estos versos que amordazaron mis sentimientos más humanos, en aras de unos ritos medievales impuestos por la tiranía criminal reinante.
Por Pedro Taracena Gil
«Cuando mis pies, fríos ya, me adviertan que mi carrera en este valle de lágrimas está por acabarse; Jesús misericordioso, tened compasión de mí».
Este macabro, anacrónico y antihumano rito, nos lo hacían practicar los religiosos salesianos una vez al mes. Fuimos adolescentes que no habíamos comprendido ni una palabra del Catecismo de la Doctrina Cristiana del padre Ripalda, que habíamos aprendido al pie de la letra, cuando tomamos la Primera Comunión al cumplir los 7 años. Tampoco comprendimos que nos hicieran vivir los estertores de la muerte de forma tan súbita y temprana. Sembrando una sensación de pánico incomprensible a esa edad. Quizás fue una sinrazón difícil de explicar al margen del Nacionalcatolicismo imperante.
En aquellos días y estando inmerso de otra irracionalidad como fue la «puta mil» como otros la han llamado, mi abuela ya muy anciana en varias ocasiones, la familia fuimos alertados de que recibiera la Extremaunción. En aquellos momentos críticos yo tenía presente el nefasto ejercicio que preparaba al cristiano para el trance mortal. Tranquilizaba mi conciencia que mi abuela recibiera los Santos Óleos, la única de mis cuatro abuelos que yo conocí.
A modo de despedida, escribí esta especie de texto lírico. Que bien podía acompañarse con una melancólica lira, a modo de Réquiem. Estaba en el fondo del baúl de mis recuerdos… He sentido horror de haber escrito estos versos que amordazaron mis sentimientos más humanos, en aras de unos ritos medievales impuestos por la tiranía criminal reinante.
¡Perdón, Abuela!
PLEGARIA QUE YO ESCRIBÍ A MI MI ABUELA
Abuela, la vida se escapa
de tus manos, como figura de humo
desvanecida en el viento.
Tus pies ya torpes,
se encaminan a la tierra,
de donde Dios te sacó.
Abuela, Él te llama,
¿No oyes su llamar?
No te dé pena dejarme,
te vas con Él, pues más que
yo Él te ama.
Abuela no sientas
nostalgia por mí,
Él te lleva para posarte
en sus Eternas Moradas.
No sientas penas, abuela,
por esta vida que despides,
tan llena de inquietudes
con fatigas.
¿Abuela no sientes su
llamada? Dile que te ayude
a cruzar el pórtico
de tan barroco tránsito,
que Él con su Gracia puede.
Cuando todo tu ser,
¡Ay! Abuela, tiemble ante
el último escalofrío
que te producirá
el perdurable sueño,
clava tu mirada en Él
y tan sólo en Él.
¡Fiel esposo de tu alma!
Después, deja pasar,
Abuela, por tus labios
La débil paloma, descarnada
por el sacrificio expiatorio,
de tus pecados. Y en ese
preciso momento: ¡Dios mío!
Tened piedad de ella,
que es mi abuela.
Abuela, madre de mi madre.
Mi segunda madre. ¿No oyes su
llamada? Ve con Él,
que más que yo Él te ama.
Abuela, déjate llevar,
No sientas nostalgia por mí…
Pero espérame,
abuela, que yo,
en llegar no tardaré.
Abuela, ¿no sientes su llamada?
Es Él, quien te llama…
Parte ya mi querida abuela.
Pedro
Tu nieto
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