Periodista
El Servicio Militar yo lo percibí como la expresión completa del régimen franquista, con su vertiente militar y del nacionalcatolicismo. Las circunstancias determinaron que yo fuera uno de los muchos españoles que hemos sido educados, amaestrados, adiestrados, adoctrinados en todas las épocas de su vida, con la disciplina oficial. Aunque nací en Madrid a los pocos días una vez bautizado, mis padres me llevaron a vivir hasta los 14 años, a un pueblo de labradores y ganaderos de La Campiña de Guadalajara. Mis puntos de referencia fueron, el cura, el maestro, las señoras de la Acción Católica, el Alcalde y el Catecismo de la Doctrina Cristina del padre Ripalda. A los 14 años me mandaron a Madrid para cursar los estudios de Formación Profesional en una Institución Sindical de la Delegación Nacional de Sindicatos. Mis profesores fueron militares, religiosos salesianos, miembros del Movimiento Nacional, miembros del Frente de Juventudes, miembros del Falange Española y completando el claustro de docentes, profesionales de las distintas especialidades. Después de terminar los estudios diurnos y nocturnos, ingresé en el mundo laboral. A los pocos meses me llamaron a filas y allí tropecé con el brazo armado de la dictadura. No seré yo quien añada ni una sola anécdota a las batallitas de la mili del padre o del abuelo… Sin embargo, algunos aspectos sí mencionaré porque reflejan lo irracional de inmovilizar a los jóvenes; retardando su imbricación en la sociedad. Experiencia que tuve como soldado ejerciendo de cabo del Ejército Español. Como cabo una de las funciones encomendadas fue la visita que debía de hacer al hospital militar; llevando la correspondencia a los soldados allí ingresados, pertenecientes a nuestro cuartel. Y otra de las obligaciones que tenía encomendadas, fue hacer guardia una vez al mes en el pabellón de los soldados enfermos y a su vez arrestados, aislados del resto de los pabellones del mismo hospital.
Algunos casos me sobrecogieron porque se apartaban de las anécdotas más o menos frívolas que se contaban como batallitas. Los presos enfermos dormían en salas de 6 u 8 camas con la luz encendida noche y día. Salían de la celda a un amplio pasillo para pasear o rezar todas las tardes. Al fondo del pasillo había una capilla con la imagen de la Virgen María. En el extremo opuesto se sentaba una monja que era la que guiaba el rezo del rosario. Los enfermos formaban dos filas junto a las paredes laterales. A esta religiosa se le conocía con el sobrenombre de Sor Metralla. Una tradición mantenida por los distintos equipos de guardia y por los enfermos que dejaban el legado del apodo de la religiosa a los siguientes. No seré yo quien analice el triángulo formado en aquel recinto por la Iglesias, el Ejército y el Hospital en tiempos de paz.
Uno de los soldados convaleciente de haberle operado de un pie, entabló conversación conmigo como el primer eslabón de la cadena de mando. Este joven tenía un hijo y en uno de sus permisos de fin de semana, el niño se puso enfermo y él decidió no volver al cuartel. Al pasar los días establecidos para regresar y no presentarse, se le dio por desertor y fue enviado a prisión. Estando en prisión tuvo el incidente de la operación. Para visitarle cuando yo no estaba de guardia en el hospital, tuve la idea de vestirme de uniforme y asistir a las visitas como militar, no como un familiar. Una vez curado y licenciado se presentó en mi domicilio, y fundido en un abrazo, me dijo: Ven que te tengo que ensañar algo… Bajamos a la calle y allí estaba su mujer y el niño, montados en un autobús que se había comparado con el dinero ahorrado. Nunca me había contado que había sido no sé si torero o novillero…
Sin salir del recinto del pabellón ocupado por los militares arrestados por la justicia militar, me encontré en una de mis guardias con un soldado en una celda aislado. La puerta de la celda pertenecía al siniestro pasillo donde se rezaba el santo rosario. Este joven había hecho materialmente añicos el tablero interior de la puerta. Clamaba libertad. Yo estaba autorizado a abrirle la celda. Asumía que yo era el carcelero y que las llaves estaban en mis manos para utilizarlas… Los soldados del retén garantizaban nuestra seguridad y aseguraban la prisión de nuestros compañeros de mili… Yo no comprendí qué hacia un joven con enajenación mental evidente en una celda de aislamiento. El chico daba muestras de ser muy culto y razonaba muy bien argumentos para que le abriera la celda. Ya no supe más de él hasta que un día me sorprendió su llamada telefónica. Creo que los dos estábamos ya licenciados. Tomamos un café y pude comprobar qué nivel de recuperación había tenido. Yo lo único que aporté fue mi impotencia, quizás solamente le presté atención, le escuché…
Al margen de la vida puramente militar, en los campamentos y los cuarteles, hacia acto de presencia el clero castrense con toda su escala militar. En aquella época yo era un monaguillo practicante y cuando me tocaba guardias los domingos ayudaba a misa siempre que el páter lo requería. Nuestra relación era buena y todos los sábados asistía a unas charlas que el páter celebraba. Le formulábamos preguntas y él contestaba. Aunque las preguntas eran anónimas, el páter sabía qué preguntas le había formulado yo. Hasta que cayó en mis manos el Boletín Oficial, que siguiendo la doctrina del concilio Vaticano II, establecía en qué casos era obligatorio que un militar asistiera a misa. Llegado el sábado no asistí a la conferencia y tan pronto como me encontró, me preguntó: Oye cabo ¿Por qué no has venido a la charla de hoy? Mi respuesta fue argumentando que la conferencia no era un acto castrense. No dudó en ordenarme haciendo valer las dos estrellas de teniente que le otorgaba la autoridad, que me presentara al sargento de semana y me arrestara sin salir de la compañía durante todo el fin de semana. El sargento no salió de su asombro, pero hizo cumplir la orden de un superior. Al día siguiente no le guardé ningún rencor y le ayudé en la celebración de la misa del domingo.
Observando mi comportamiento con estos compañeros de mili y con el páter, después de más de 50 años, no me atrevo a valorarlos con los parámetros del siglo XXI.
Algunos casos me sobrecogieron porque se apartaban de las anécdotas más o menos frívolas que se contaban como batallitas. Los presos enfermos dormían en salas de 6 u 8 camas con la luz encendida noche y día. Salían de la celda a un amplio pasillo para pasear o rezar todas las tardes. Al fondo del pasillo había una capilla con la imagen de la Virgen María. En el extremo opuesto se sentaba una monja que era la que guiaba el rezo del rosario. Los enfermos formaban dos filas junto a las paredes laterales. A esta religiosa se le conocía con el sobrenombre de Sor Metralla. Una tradición mantenida por los distintos equipos de guardia y por los enfermos que dejaban el legado del apodo de la religiosa a los siguientes. No seré yo quien analice el triángulo formado en aquel recinto por la Iglesias, el Ejército y el Hospital en tiempos de paz.
Uno de los soldados convaleciente de haberle operado de un pie, entabló conversación conmigo como el primer eslabón de la cadena de mando. Este joven tenía un hijo y en uno de sus permisos de fin de semana, el niño se puso enfermo y él decidió no volver al cuartel. Al pasar los días establecidos para regresar y no presentarse, se le dio por desertor y fue enviado a prisión. Estando en prisión tuvo el incidente de la operación. Para visitarle cuando yo no estaba de guardia en el hospital, tuve la idea de vestirme de uniforme y asistir a las visitas como militar, no como un familiar. Una vez curado y licenciado se presentó en mi domicilio, y fundido en un abrazo, me dijo: Ven que te tengo que ensañar algo… Bajamos a la calle y allí estaba su mujer y el niño, montados en un autobús que se había comparado con el dinero ahorrado. Nunca me había contado que había sido no sé si torero o novillero…
Sin salir del recinto del pabellón ocupado por los militares arrestados por la justicia militar, me encontré en una de mis guardias con un soldado en una celda aislado. La puerta de la celda pertenecía al siniestro pasillo donde se rezaba el santo rosario. Este joven había hecho materialmente añicos el tablero interior de la puerta. Clamaba libertad. Yo estaba autorizado a abrirle la celda. Asumía que yo era el carcelero y que las llaves estaban en mis manos para utilizarlas… Los soldados del retén garantizaban nuestra seguridad y aseguraban la prisión de nuestros compañeros de mili… Yo no comprendí qué hacia un joven con enajenación mental evidente en una celda de aislamiento. El chico daba muestras de ser muy culto y razonaba muy bien argumentos para que le abriera la celda. Ya no supe más de él hasta que un día me sorprendió su llamada telefónica. Creo que los dos estábamos ya licenciados. Tomamos un café y pude comprobar qué nivel de recuperación había tenido. Yo lo único que aporté fue mi impotencia, quizás solamente le presté atención, le escuché…
Al margen de la vida puramente militar, en los campamentos y los cuarteles, hacia acto de presencia el clero castrense con toda su escala militar. En aquella época yo era un monaguillo practicante y cuando me tocaba guardias los domingos ayudaba a misa siempre que el páter lo requería. Nuestra relación era buena y todos los sábados asistía a unas charlas que el páter celebraba. Le formulábamos preguntas y él contestaba. Aunque las preguntas eran anónimas, el páter sabía qué preguntas le había formulado yo. Hasta que cayó en mis manos el Boletín Oficial, que siguiendo la doctrina del concilio Vaticano II, establecía en qué casos era obligatorio que un militar asistiera a misa. Llegado el sábado no asistí a la conferencia y tan pronto como me encontró, me preguntó: Oye cabo ¿Por qué no has venido a la charla de hoy? Mi respuesta fue argumentando que la conferencia no era un acto castrense. No dudó en ordenarme haciendo valer las dos estrellas de teniente que le otorgaba la autoridad, que me presentara al sargento de semana y me arrestara sin salir de la compañía durante todo el fin de semana. El sargento no salió de su asombro, pero hizo cumplir la orden de un superior. Al día siguiente no le guardé ningún rencor y le ayudé en la celebración de la misa del domingo.
Observando mi comportamiento con estos compañeros de mili y con el páter, después de más de 50 años, no me atrevo a valorarlos con los parámetros del siglo XXI.
No obstante, el Arte, la Cultura, la Poesía, el Humanismo y el compañerismo me ayudaron a superar los tiempos de la MALDITA MILI.
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