ENSAYO SOBRE EL ODIO
Marzo 2018
Por Pedro
Taracena
“Antipatía y aversión hacia algo o hacia alguien cuyo
mal se desea”.
“Sentimiento de aversión y rechazo, muy intenso e
incontrolable, hacia algo a alguien”
Podríamos
encontrar muchas más definiciones y otras tantas acepciones de la palabra odio.
Sin embargo, todas ellas tienen un enfoque moral emanado del contexto histórico
donde se desenvuelven nuestras conductas, nuestro comportamiento, en suma. La
influencia moral de la cultura judeo-cristiana es decisoria en su origen,
llenándolo de contenido etimológico y semántico. El odio va en contra del
mandato divino: Amarás a Dios sobre todas las cosas y amarás al prójimo
como a ti mismo. Esta doctrina está diseñada para que la represión del
odio se convierta en virtud meritoria. Si te dan una bofetada en una mejilla,
mostrarles la otra, para que te la rompan también; devolviendo bien por mal,
evitando la satisfacción del agravio y cuidando mucho que la justicia no tenga
tintes de linchamiento o de venganza. A pesar de que en los tiempos más
primitivos del judaísmo estuviera en vigor la Ley del Talión: Ojo por
ojo y diente por diente. El odio se considera como intrínsecamente malo,
aunque en las dos definiciones mencionadas más arriba, marcan alguna
diferencia. En la primera el odio lleva inherente el deseo del mal para
el sujeto u objeto odiado. Y en la segunda definición el odio es un sentimiento
privado y libre; pudiendo ser activo o pasivo. Solamente tendrá trascendencia
si se exterioriza en hechos punibles.
Avanzando
en estas consideraciones prisioneras de la tradición religiosa, por qué un
sujeto que objetiva o subjetivamente tiene motivos para odiar, deba reprimirse;
cuestionando si realmente este sentimiento se pueda reprimir cuando la
prescripción viene dada por una moral divina, interpretada y prescrita por una
clase sacerdotal. El odio, el amor, el perdón, la venganza, la ira, la
paciencia, la envidia… son cualidades del ser humano. Y la trascendencia de
estos estados de ánimo, sólo estarán prohibidos cuando sean castigables por la
legitimidad de las leyes civiles, no por las normas morales, ajenas a ellas.
Por ejemplo, se puede odiar por envidia o por otras razones a un padre, a un
hermano, a un amigo o a un extraño, pero esta digamos emoción, en virtud de qué
moral es intrínsecamente mala, aunque se tenga la voluntad de desear todos los
males del mundo. Las consecuencias de estos deseos no constituyen una conducta
dolosa, mientras estos pensamientos no se traduzcan en hechos delictivos. Y es
posible que quien alberga estos pensamientos obtenga cumplida satisfacción en
su intimidad.
La
madurez de la persona civilizada se irá alcanzando en la medida que se adentre
en el mundo del raciocinio. Cuando su comportamiento obedezca al conocimiento
obtenido por el uso de la razón. No por la tradición irracional de una moral
milenaria dictada por los líderes de una religión. Volviendo a la Ley del
Talión, del ojo por ojo y diente por diente, ésta supuso un
límite a la venganza. Se llegaba a brazo por brazo, mano
por mano y hasta vida por vida.
En el
derecho actual los hechos donde se ha materializado el odio, están sujetos a la
justicia y sobre todo con vocación de alcanzar la reinserción del condenado.
Una vez situado el odio en la esfera personal y al margen de toda consideración
de índole religiosa, su materialización en un acto que merezca castigo según la
ley, se considerará al margen de los sentimientos negativos, que la persona
pueda haber tenido o mantenga para siempre. El reo no será condenado por el
sentimiento de odio, sino por las consecuencias de haberlo ejecutado a través
de un hecho delictivo. A pesar de estas consideraciones el odio sigue siendo
algo a erradicar por ser humano. Se considera que no se puede vivir con
tranquilidad de conciencia odiando al prójimo y se le califica como una mala
persona. El odio sentido o confesado es algo a reprimir y desterrar. El odio
toma parte del mal y la ausencia de odio es el bien. Siempre medido con parámetros
morales que no están en los códigos civil o penal. Caín podía haber odiado
eternamente a su hermano Abel y sin embargo si no hubiera cometido el crimen,
Dios no le hubiera pedido cuentas de su odio fratricida. Salvando las
distancias bíblicas, en la vida diaria de una persona hay motivos, unos
objetivos y otros subjetivos, que le provocan odio irremediable imposible de
evitar. Hay odios que aparentemente se resuelven a través de la aceptación de
la culpa y el perdón de la víctima. No obstante, si el agresor no es perdonado
por el agredido, el odio persistirá. Pero hay otros casos en el que el ofensor
se obstina en el comportamiento que hiere al ofendido, y éste, lejos de
perdonarle aumenta la intensidad de su odio. En ambos casos el sujeto ofendido
alivia su rencor con la satisfacción que le proporciona su odio permanente. En
estas situaciones el conflicto sigue y “cuyo mal desea” también. Siempre que no
se exterioricen amenazas verbales que pudieran ser constitutivas de un delito. Además,
hacen su presencia los
prejuicios emanados de la moral popular, ancestral y religiosa. El odio siempre
se considera no solamente negativo, sino perverso. Sin embargo, el causante que
provoca el odio de la víctima, aunque éste sienta odio también, como es por
naturaleza considerado como “el malo”, se acepta como normal que se mantenga en
un estado de maldad permanente.
El
sentimiento de odio debe ser reconocido y calificado por el propio individuo
que lo siente. Borrarlo mediante la práctica de doctrinas morales ajenas a la
razón produce frustración. Pocos están dispuestos a perdonar gratuitamente y
menos devolver bien por mal. El sentimiento paterno filial, fraternal, amical o
simplemente entre ciudadanos, bajo el paradigma bíblico, no resuelve los
conflictos emanados del odio. Estos parámetros arcaicos estructuran una
sociedad patriarcal, donde sólo se contempla “el honrarás a tu padre y a tu
madre”, no se menciona la reciprocidad de los padres con los hijos, al margen
del nivel nutricio. Por supuesto la mujer está sujeta al hombre y no se
contempla la igualdad. Entre los hermanos, el mayor es el que dispone de los
derechos de primogenitura. Es decir, que la sociedad con valores bíblicos, sean
del Antiguo como del Nuevo Testamento, se basan en el perdón, el sacrificio y
la obediencia, sin tener en cuenta la justicia y la igualdad. La sociedad
moderna ha regulado las conductas observadas al margen del bien y del mal, el
vicio y la virtud, la venganza y el perdón, el pecado y su redención. Las leyes
que la civilización se ha dado sólo entienden de derechos y deberes, en base a
la Declaración Universal de los Derechos Humanos. El mundo de los sentimientos
queda en la intimidad del individuo. Donde el odio intrínsecamente no tiene por
qué ser un mal absoluto. Dependerá de cada persona de cómo lo asuma. Para
algunos puede ser una satisfacción el odiar y para otros les producirá algún
cargo contra su conciencia. Todo ello encontraba respuesta en la religión,
ahora, quizás, es la psicología la ciencia que se ocupa de los estados de
ánimo, del comportamiento y de la conducta. Hay quien no siente ninguna
inquietud por ese algo o alguien que le provoca malestar, el odio lo convierte
en indiferencia. El derecho a sentir odio y por supuesto obrar en consecuencia
en su propia defensa, todo ello es cuestión de empatía y asertividad. Siempre
al margen de cualquier reacción consumada con dolo.
En el siglo XXI como en el pasado, nuestras circunstancias nos llevan a
sentir odio de muy diversa naturaleza. Odio por las injusticias, las guerras,
los maltratadores, los dictadores, los ladrones, los usureros y los caciques. Y
es lícito sentir odio por estas agresiones, ofensas y humillaciones; luchando
contra toda vulneración de los Derechos Humanos. En el ámbito social y
familiar, hay padres, hijos y hermanos, que lejos de practicar el amor paterno
filial o fraternal, hacen motivos para levantar sentimientos de odio. Tanto en
el campo social, político o familiar, el odio y sus consecuencias, no se
resuelve con prescripciones de índole moral religiosa, su resolución viene
prescrita en el Derecho; quedando en el ámbito privado los sentimientos de odio
o rencor. Así como los sentimientos de ternura o cariño. Sería saludable
desmitificar la estigmatización del odio y sacarle del entorno del mito. La
psicología es una herramienta humanística cuyo objeto es el comportamiento
humano, al margen del premio y el castigo bíblico. El odio como la simpatía, la
soberbia y la humildad, no imprimen carácter inmutable. Habrá que analizar los
factores personales y del entorno para abordar las diversas motivaciones
subjetivas. Si un ciudadano, por ejemplo, en la actualidad se ve privado de
todos los derechos que le proporcionaba el Estado de Bienestar: se ve en paro,
pasa hambre, sufre un desahucio, contempla mermada su asistencia médica y sus
hijos no tienen la educación que garantizaba su futuro, esta persona le asiste
el derecho del sentimiento del odio contra todo y todos los que le arrebatan
algo que es suyo. La resolución de estos conflictos tiene difícil solución a
través de preceptos religiosos. Porque el primer paso a dar es encontrar el
sujeto que desencadenó la agresión, la ofensa, el insulto por parte de quien se
siente la víctima. Y a partir de estas premisas, el perdón o la venganza,
tienen que dejar paso a la justicia y el restablecimiento de los derechos
quebrantados. Aunque el odio sigue siendo una vivencia personal irrenunciable
para satisfacción de la impotencia del agredido. El odio visto con el prisma
del siglo XXI no es algo monstruoso, un vicio a erradicar de los individuos que
lo sientan. Más bien debe ser una oportunidad de reflexión con la razón, no con
los impulsos irracionales y mucho menos con los prejuicios religiosos de épocas
ya superadas. En “mi querida España, esta España mía, esta España nuestra” el
odio está anclado en nuestras vidas presentes y en nuestra reciente historia.
La solución no está en un examen de conciencia, en sentir dolor por haberlo
mantenido y reconocerlo abiertamente, tampoco en el propósito de la enmienda y
mucho menos en cumplir una hipotética penitencia. Ni perdón ni olvido. La
reconciliación con nosotros mismos y con los demás, camina por otros
derroteros. El camino del reconocimiento de la dignidad arrebatada; avivando la
memoria de los hechos históricos. La senda de la justicia contra la impunidad
de aquellos que confundieron su victoria con la verdad. Y sobre todo que nadie
tergiverse los términos democracia y consenso, así como transición democrática
y amnistía de la dictadura, y mucho menos justificar lo legal con lo que es
justo. Todas estas premisas, conglomerado de falacia y demagogia,
mantienen el statu quo de quienes aceptaron el consenso;
renunciando a cumplir y hacer cumplir la Constitución Española de 1978. No sería
banal que los españoles en privado y en colectividad, nos diéramos respuesta
racional a esta cuestión ancestral del odio… Desde 1936 hasta nuestros días, en
España hemos montado una gran mentira donde maliciosamente hemos confundido la
LEGITIMIDAD, la LEGALIDAD y la JUSTICIA. El pueblo español no debe esperar que le
resuelvan los creadores de la opinión pública esta farsa histórica…
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