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jueves, 30 de agosto de 2018

LA IGLESIA Y EL SEXO





Sr. Jorge Mario Bergoglio, Papa Francisco

Imagino que su capacidad de empatía es insondable, infinita y eterna. La mía, no, así que voy al grano.

Él abusó sexualmente de mí, solíamos tener que ir a verlo, teníamos una habitación para niños que estaban enfermos, solíamos tener que entrar allí (llora) Él solía, ya sabes, hacerme… (llora) quitarme toda la ropa y solía hacer que me tirara en el suelo (llora) Empezó a suceder después de mi Primera Comunión y luego se detuvo cuando obtuve mi período.

Imagínese la siguiente escena: Un sacerdote maduro tumba a un crío de 7 años sobre una superficie. El crío está desnudo. Lo ata. Le penetra el ano con los dedos antes de sodomizarlo con el pene. Una vez torturado, lo fotografía. Tras él espera otro cura.

Párese aquí.

Pare también quien está leyendo. No lean. Imagínenselo. ¿Acaso no merece ese niño que usted, bajo sus ropajes, vea su cuerpecillo temblar? No, no vale una idea abstracta. Se llama Ian, tiene 7 años (recuerde sus 7 años, vamos, recuérdelos), se le marcan las costillas y sus genitales apenas son. ¿Recuerda sus 7 años, Bergoglio? Apelo a los suyos porque no puedo pedirle que recuerde los 7 años de su hijo o su hija. Ustedes no tienen hijos ni hijas. Ustedes no se reproducen. Ustedes son incapaces de comprender lo que yo, madre, siento después de leer varios centenares de páginas procedentes de distintos informes sobre los abusos sexuales y otras torturas perpetradas contra los niños y las niñas por sacerdotes y otros jerarcas de la Iglesia católica.

Te culpaban incluso si no lo habías hecho. Ella me bajó las bragas una vez (frente a los compañeros). “Que esto sea una lección para todos ustedes”, dijo. Me puso sobre sus rodillas. Yo tendría unos 8 años, y ella me golpeó y golpeó con un látigo, un palo de látigo, hasta que lloré.

Él (Br X) me llevó a un lugar llamado aislado, Puedo recordar el lugar vívidamente, había muchos setos, rocas salientes y ese tipo de cosas. Él me acariciaba, me bajaba los pantalones, me daba la vuelta y me sodomizaba, también hacía otras cosas. Tenía una cámara, se fotografió desnudo, principalmente alrededor de los genitales… Fue horrendo, absolutamente horrendo allí con él.

Me dirijo a usted como hombre porque es un hombre quien ostenta el cargo llamado sumo pontífice de la Iglesia católica, de la misma manera que son hombres los 300 individuos que durante más de siete décadas han abusado, violado y torturado a niños y niñas en Pensilvania, según el último informe conocido. Pero usted sabe, como yo, sr. Bergoglio, que esos trescientos son apenas un grano de mostaza, ¿verdad? Italia, Francia, Reino Unido, Alemania, Estados Unidos, Australia, Irlanda, Bélgica, Suiza, Austria, Polonia, Argentina, México, Chile, Colombia, Ecuador, Malta, España… En fin, allí por donde ustedes han pasado y siguen.

Un par de párrafos del último, el de Pensilvania, de entre los pocos que he leído (todo es poco):

Esos casos incluyen un sacerdote que, según el gran jurado, violó a una niña de 7 años cuando la visitaba en el hospital después de que le extirparon las amígdalas. Otro sacerdote hizo que un niño de 9 años le diera sexo oral, “luego enjuagó la boca del niño con agua bendita para purificarlo”.

El gran jurado informó que había descubierto un círculo de sacerdotes depredadores en la diócesis de Pittsburgh que “compartían inteligencia o información con respecto a las víctimas”, crearon pornografía utilizando a las víctimas e intercambiaron víctimas entre ellos. “Este grupo de sacerdotes usaba látigos, violencia y sadismo para violar a sus víctimas”, dice el informe.

Párese de nuevo: látigos, penes, semen… ¿Recuerda a qué le gustaba jugar con 7 años? A mi hija menor, que ahora tiene 9, a los acertijos y las palabras encadenadas. Pero qué va a saber usted de hijas. He leído varias veces su carta de disculpa, que es un insulto a la decencia, a la inteligencia y al mínimo respeto por los hombres, mujeres y criaturas que respiran todavía.

Usted no tiene vergüenza. ¡Usted lo sabía! El informe del gran jurado de Pensilvania descubre que el Vaticano conocía los abusos al menos desde 1963 y hasta hoy. Usted pide disculpas solo porque les han descubierto. Nuestra sociedad les ha descubierto. Nuestra sociedad, que no soluciona la tortura a miles y miles de criaturas con arrepentimiento, contrición, confesión ni basuras de alcoba, sino con leyes.

En el último informe: En otro caso, un sacerdote violó a una niña; la embarazó y organizó que abortara. Un obispo escribió su sentir en una carta: “Este es un momento muy difícil en tu vida y me doy cuenta de lo mal que te sientes. Yo también comparto tu pesar”. Sin embargo, esa carta no iba dirigida a la menor violada, sino al religioso que la violó.

Y esto responde usted, en su carta donde da por hecho un perdón que nuestras leyes no contemplan: “Si bien se pueda decir que la mayoría de los casos corresponden al pasado, sin embargo, con el correr del tiempo hemos conocido el dolor de muchas de las víctimas y constatamos que las heridas nunca desaparecen y nos obligan a condenar con fuerza estas atrocidades, así como a unir esfuerzos para erradicar esta cultura de muerte”. ¿Cómo se atreve, Bergoglio?

Para ustedes, para la sociedad paralela en la que habitan, la tortura habitual y generalizada de niños y niñas es un pecado. Para nuestra sociedad es un crimen. Para ustedes, esconderla es un secreto que un hombre susurra a otro en un aliento enfermo. Para nosotras, que la escondan es un delito. “Con vergüenza y arrepentimiento, como comunidad eclesial, asumimos que no supimos estar donde teníamos que estar, que no actuamos a tiempo reconociendo la magnitud y la gravedad del daño que se estaba causando en tantas vidas”, escribe usted. A los que somos civilizados y nos hemos dotado de leyes justas, su vergüenza y su arrepentimiento nos importan un pimiento. Se han cometido miles de crímenes y se han tapado. Usted los conocía. Wojtyla y Ratzinger los conocían. Y los ha tapado, como sus predecesores.
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LA IGLESIA CATÓLICA Y LA SEXUALIDAD



El Ángel Caído

Ricardo Bellver

Foto: Pedro Taracena Gil


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